martes, 30 de junio de 2009

20. Leviatán



Eran cerca de las nueve. El sol entraba por la ventana
iluminando erizados rastros de polvo en el aire.
Merecía la pena regresar de la frágil duermevela
para sentir en el pecho la calma de las cosas,
objetos que le recordaban viajes no emprendidos
y poemas en los que la vida era mencionada de pasada:
la sopa de letras en la que intentó reconocerse
escribiendo algunos versos incoloros e indoloros.
Se drenaba el silencio en un papel en blanco,
y del amor al odio había un halo de niebla. Más tarde
su mirada daba vueltas por el cuarto. En su cabeza
creía estar disecando un alfabeto nuevo, palabras que a veces
surgían de alguna emoción con apellidos
o de un recuerdo tangible y transparente
y no de la fría escarcha de la creación que nada siente.
Al escribir ya no ha de perderse por frondosos bosques
o hundirse en fallas profundísimas, y sabe
que las vidas empezadas ya no importan,
borradores y espejismos de emboscadas y tinieblas
de cuando vivía a costa de un dolor que se filtraba
al hacer que lloraba o apretaba los ojos para llorar más.
Ahora nota el mecanismo que alienta el corazón
y puede dejarlo tibio y postergado,
como una caja negra que se activa a voluntad.
Tiene que dar gusto saber matar tus monstruos interiores,
pero también resucitarlos en medio de un poema.
Que el animal dormido y la fruta corrompida
tengan tan poca sangre como un humilde bodegón.
Siempre lo ha sabido: aquel día en el que le prendió fuego
a sus viejos papeles para empezar a llenar otros
de nubes incandescentes y herméticos paisajes
fueron los más felices. En ellos anestesió su muerte.

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viernes, 19 de junio de 2009

20. Lo más profundo está en la superficie



Te has puesto la blusa de tu esposa y su collar de perlas
para que esto parezca irreversible.
No soy nadie de quien la muerte pueda separarte,
pero la vida tampoco se ha esforzado mucho
hasta este momento en el que te has afeitado el pecho
y lo has cubierto de cremas y lociones
que encontraste en su mesilla de noche. Ahora
te estiras en la cama, sonriendo,
y yo tengo miedo de encender la luz y mirarte a los ojos.
Tu cuerpo está caliente, como un sofá
en el que me acurrucase muerto de miedo
después de que te hayas levantado.
Querría estar borracho para poder perderme esto,
pero mi boca pronuncia perfectamente tu nombre.
¿Cómo has tardado tanto en darte cuenta?
El deseo tiene cavidades en las que la luz no entra.
Esta noche está pasando rápidamente para los dos,
y el tiempo deja su estela en la piel más pálida,
en charcos de sombra donde tú y yo no existimos.
Incluso estando desnudo intento imaginarte desnudo,
aunque por ello sufra doblemente.
Cuando acercas tu boca a mi cuello
pienso en ramas que se agitan, en árboles cortados
y troncos muertos navegando a la deriva.
Yo no creo en ti y tú tampoco crees en mí,
pero estos huesos son indistinguibles de la carne
y esta carne tiene corrientes subterráneas
que no siguen el dictado de ningún Dios,
de ninguna esperanza. “Te quiero”,
dicen unos labios pintados. “Te quiero”, dicen otros,
tras una descarga eléctrica. Y entonces los dos sabemos
que ha llegado el momento de respirar juntos
el uno encima del otro encima del otro
con la fuerza del que grita y extiende las alas
cuando se le niega el eco al decir “adiós”,
o “hasta nunca”. Pasamos los minutos hablando
con un alfabeto nuevo que intentamos descifrar.
Al levantarnos parecemos dos planetas
que huyen del firmamento. Dos niños que esperan
que alguien les lleve a casa y que se acabe el juego.
Al fin, vuelves a ser dueño de ti mismo,
de tu piel que tiembla y de tu sexo encogido,
y te miras al espejo, y ves un rostro camuflado en otro rostro,
los ojos de haber dormido nueve años, los hombros
marcados por dientes y colmillos. Y pienso:
esto no es lo que parece. Puedo explicarlo todo.

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martes, 9 de junio de 2009

19. Variación de un poema fechado en diciembre de 1926



Una tarde de verano y un muchacho
que pide en el vagón del metro
unas monedas porque tiene hambre, dice,
y hace horas que no prueba bocado.
“Hasta aceptaría algo de comida”, dice
desde el mismo centro del estómago.
Tus ojos fijos en las úlceras de sus tobillos,
en sus dientes como piezas de máquina de coser,
y luego en su boca cuarteada por el sol
y en sus uñas negras de haberlo escarbado todo.
“Por el amor de dios”, dice, mientras
pasa su mano como una bandeja
y desviamos la mirada hacia un mundo
que no es el suyo pero tampoco el nuestro,
y cambiamos de conversación, y de Dios,
y enhebramos el pensamiento por una salvadora aguja
que nos devuelve a nosotros mismos
mientras las puertas del vagón se abren y se cierran
como las de un centro comercial
donde todo se devora y las pasiones son reflejos
de otras pasiones fósiles. ¿Y si yo fuera
este muchacho? ¿En qué atajo nos hubiésemos encontrado
tú y yo? ¿Qué serías entonces para mí?
¿Te habría visto jamás en algún pasillo del metro,
en alguna parada, encorvado en medio de la calle,
bebiendo agua de lluvia con mis zapatos rotos
y las ropas sucias y arrugadas,
viviendo nuestras vidas, o lo que fuese de ellas?

En tus sueños me he cortado el cuello muchas veces.

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domingo, 7 de junio de 2009

18. Balada sobre la distancia



El cuerpo a cuerpo en el lugar de la despedida
consiste en estudiar a un enemigo que ya saluda
desde una futura foto de si mismo. Al abrir las manos
somos dos árboles que nunca podrán abrazarse
salvo en un instante a mitad de una tormenta.
Dices que vas a enredarte
en las telas de araña de todas nuestras esquinas,
a derruir los puentes y secar los ríos
en los que encontramos una belleza tenebrosa.
Dices que todo lo que sabes cabe en un poema,
palabras que te absorben desde dentro
y prenden en tus dedos al leer. Dices todo lo que dices
cada vez más lejos, como un país
que cambia de capital en medio de una guerra,
o un vigilante nocturno al fondo de un pasillo.
Y al verte desaparecer hago crujir las palmas de mis manos,
bato unas alas que ya no existen,
y trago toda la saliva que voy a llorar
cuando derribe todas tus estatuas
en el mismo preciso instante en el que cambia la historia.

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viernes, 5 de junio de 2009

17. La hipótesis del recuerdo



Eras exactamente como te recuerdo: durmiendo
un sueño poco profundo sobre una cama de hierro,
hambrienta de oxígeno tras una pelea a muerte,
con la boca torcida y los ojos flotando en el aire,
arrancándote la piel para poder verte por dentro.

La inspiración para hacer versos buscaba entonces
cuellos balanceándose en una hilera de alambradas,
buscaba una voz humana dentro de la lengua,
el testimonio del sexo en el crujido de otro sexo:
escribir era exhumar el cadáver de un enterrado vivo.

En aquel submundo no cabían espacios interiores
ni párpados iluminados por un sol a retazos;
tampoco los labios contraídos del que siente
la sangre en movimiento en medio de un poema
o ve en el horizonte algo más que una metáfora.

La hipótesis del recuerdo es el cielo de Madrid
en 1997 o la luna de Londres diez años antes,
monstruos marinos en las lagunas de la memoria,
misteriosas especies que parecen venir de otro universo
y de otro tiempo en el que ya no existimos

salvo en un papel del grosor de cien mil olas
agitándose en el libro que jamás podré escribir.

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