domingo, 30 de agosto de 2009

25. La vida a pie de página



Das un golpe en la mesa pero el poema no grita.
Escupes sobre el papel pero los versos no fluyen.
Una imagen te invade, como una marea muerta,
y para poder hablar te imaginas desnudo. No se trata
de una pupila siguiendo el tintineo de las palabras.
Ni de alguien que baraja cartas y recuerdos
mientras rezas por una mano afortunada. No.
El aliento llega hasta ti después de haber esquivado
a miles de poetas. En menos de un segundo
has pasado por casas, fiestas, madrugadas,
con la misma dicha, con el mismo brío.
Escribes igual que bailas, inseguro y sin reglas,
masticas cada frase hasta que te duelen las muelas.
Es difícil saber si tus lágrimas son de pena o de alegría.
Estás acostumbrado a ver las cosas de esta forma,
a restituir la carne, las promesas, el verano perfecto
por medio del lenguaje. Porque cada historia
tiene cavidades y rendijas, máscaras vueltas hacia dentro,
su propia historia dentro de la historia.
Porque en silencio, al cerrar una ventana,
puedes verte a ti mismo envejeciendo de repente.
Tus huellas dactilares reviven
en las espaldas desnudas que has amado.
Tus sollozos de dolor, tus radiantes carcajadas
son psicofonías que habitan en sótanos y cuartos
donde una vez no lograste ver tu imagen en el espejo
aunque jurabas estar allí, amando, sufriendo, callando,
en movimiento. Lo cambiarías todo por un verso
que hirviese a una temperatura distinta, que se fundiese
con el pasado y el futuro al mismo tiempo. Piensas
en un nuevo poema y te imaginas levantando pesas
en una final olímpica, o en una cama de hospital
con tubos en la garganta, o tirando el corazón
en el contenedor equivocado. Hay algo que has entendido
después de tantos años. Hay palabras que estallan en los oídos
y respiran por sí solas, y cuando corren por tu brazo
a través de una arteria misteriosa, cuando llegan a tu mano
y se deslizan como cuentas por tus dedos, sientes
que después de buscar algo que no querías encontrar
has encontrado algo que no andabas buscando.

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sábado, 1 de agosto de 2009

24. Testamento escrito en una servilleta



Abro la mano y las agujas de un reloj imaginario
forman decenas de círculos perfectos. En uno de ellos
escucho mi nombre en la megafonía del supermercado:
me he perdido, y mis padres me esperan en el punto de encuentro.
Pero el amor también consiste en separarse
y que la distancia sirva de alimento en un largo viaje,
así que aguanto unos minutos en la sección de juguetes
mirando resplandecientes cohetes y cápsulas lunares,
portaaviones de colores y un cubo traslúcido
que parece una nave alienígena descolgada del cielo.
Luego salgo corriendo por pasillos metálicos
perfumados con tiza y plastilina, enjugándome unas lágrimas
que no han brotado todavía, sabiendo ya que la sangre
vive en la garganta, pero también en las manos y en los labios
de un niño que tiene un mapa de todos los parques
y de todas las piscinas. Era consciente de que el sufrimiento
haría de mí una persona más libre y más fecunda.

Ahora que ya no nos asustan la ceguera o el silencio
y que para aspirar al amor hay que parecerse
al príncipe Lang Ling, de rostro tan dulce
que debía llevar una máscara horrenda
para arrastrar a sus tropas al combate y a la muerte,
ahora que vemos el futuro al abrir un botiquín
mientras nos acariciamos las venas y tragamos saliva,
ahora que llegamos a todas las estanterías y detenemos
el ritmo cardiaco a voluntad, ahora que mis padres
son unos ancianos que a veces me recuerdan
la irremediable voluntad de la sangre
por medio de un lenguaje cuyos símbolos
cambian continuamente y sin que nos demos cuenta,
ahora cierro los ojos y deseo con todas mis fuerzas
que alguien se acerque hasta mí
y me diga: “no tengas miedo, todo ha terminado,
volvamos a casa
”, agarrándome del brazo, difuminando
aquello que me ha convertido en un hombre obligado a prescindir
de la idea de que un día papá y mamá estarán muertos
y que sus cuerpos ya no tendrán otra memoria que la nuestra,
y que entonces cerraré mis manos, apretaré los puños,
y todo dará vueltas en mi mundo y también en el suyo
en un infierno al que llamaremos primero limbo
y luego purgatorio.

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