jueves, 30 de abril de 2009

12. Rueda de reconocimiento



Duele como también dolía
fijar la vista en la puesta de sol
que arqueaba el horizonte de tus veinte años:
estrellas perforadas, cables telefónicos, astilleros muertos
y todos aquellos escombros como dientes deformes
repartidos por las habitaciones de tu mente.
Los primeros poemas no supieron detener el tiempo.
En el papel vacío se ahorcaban las metáforas,
y cada verso iluminado, cada rostro oculto
en la cara oculta de la tinta parecía surgir
de la vibración muda de una incubadora. Te dijiste
que habría que buscar la vida en otra parte,
y también la muerte.

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viernes, 17 de abril de 2009

11. Ejército diezmado



El pasado ya no inunda tus ojos como antaño:
la simiente de aquellos días, el deseo
que levantaba de la nada firmamentos y horizontes,
aquella poesía como medida de todas las cosas
y todas las personas obligadas a salvarnos
murieron por exceso de luz como hierba reseca.
Al escribir te sentías el primer vampiro del mundo
tentado por el suicidio. En tus dedos guardabas
piedras que se desintegraban al contacto con la luz,
pecados que eran la llave de hondas heridas voraces,
cuerpos devorándose a sí mismos en medio de la noche
y de tu cuarto a oscuras. El pasado ya no es la escala
de tu tiempo: has construido muros, pasadizos, hemisferios,
un foso repleto con las criaturas que te amaron
cuando el hambre era parte de la misma escritura,
y has olvidado los rituales que conducen hacia dentro,
las brújulas de pulsera creadas por tus propias manos,
todas las palabras que se alejan de las manecillas del reloj
por miedo a ser repetidas en el momento equivocado.

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miércoles, 8 de abril de 2009

10. Beatriz en Westgate Road



Reconstruyo el poema empezando por el final. Luego
sigo las líneas punteadas hasta el primer verso. No se trata
de devolverlo a la vida mediante un masaje cardiaco,
o de escribir “nosotros” donde antes decía “ellos”,
ni de una honda mirada que salga a la superficie
como una batisfera. Es 1989 y corro bajo la lluvia
de regreso al hotel. Esquivo los charcos y aprieto los dientes
bajo un cielo jalonado de lianas eléctricas.
Estamos en un Londres al que nunca he regresado
aunque he vuelto muchas veces, y en un décimo piso
dibujas nuestros rostros en la pared blanca
buscando la sombra perfecta, un encuadre
que dé sentido a tus dedos cuando entre sin llamar
y aterido me desplome en una cama
que imita el movimiento del mundo al unirnos por los hombros
como un puente colgante. En una de tus cintas
aparezco sosteniendo una toalla. Cierro los ojos y me río,
y extiendo un brazo hacia una ventana, como si la noche
se metiese por una de mis mangas hasta rodearme por el cuello.
Estoy medio desnudo pero me siento a cubierto. Rezo
para que todo siga igual durante mucho tiempo,
un libro abierto sobre otro libro que jamás terminaremos.
Rezo como solo puede rezarse a los veinte años,
o a los ochenta, cuando te desgarran por dentro
cosas sin importancia demasiado importantes,
y todo lo que tienes son glándulas y enzimas,
una fe inquebrantable en las estaciones futuras,
en versos y metáforas como líneas enemigas
en una mano que aún no sabes descifrar.
Releo el antiguo poema, y luego su versión de ahora,
y comprendo que han cambiado pocas cosas:
la yugular del amor sigue latiendo sin freno
tras una herida oculta por la misma piel de entonces.

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