miércoles, 6 de mayo de 2009

13. Recordando a través de la nariz



Al cerrar los ojos
casi puedo sentir el aroma
de los dientes de león
cubriendo mis manos,
un pinchazo en la nariz
y en las muñecas, y en la punta de los dedos.
En esa época de mi vida
la familia era mi única historia,
y yo el miembro de pleno derecho
de un club en el que el amor
superaba la velocidad de la luz y del sonido.
Descalzo por las tardes, siempre andaba
en busca de algo importante
(un trébol, conejos, el tesoro
escondido por piratas…), persiguiendo
la estela de un futuro
que se me resistía, y terminaba siempre
frente a unas vallas
levantadas el mismo año
en el que vine al mundo.
Aquí y ahora el viento trae el olor
de aquella barbacoa,
y del sudor de mi padre
agitando los brazos sobre la parrilla,
preparando las hamburguesas
que yo engulliría después de tanto esfuerzo,
cansado de mis aventuras como piloto,
o astronauta, o Superman.
Cuando mi madre gritaba
“es hora de dormir”, yo obedecía
con la misma languidez
de aquellos días en los que las noches
imitaban la velocidad del jarabe
en la boca de un enfermo—
tan intenso que todavía puedo saborearlo
en mi lengua cuando llueve.
Y si abro los ojos, estoy seguro
de lo que vería
reflejado en el espejo:
yo con un diente de león en la mano,
la cara manchada de arena,
un alfabeto adolescente
de sílabas robadas
y la ciega esperanza
de seguir vivo otros mil años
en un mundo que siempre amenaza
con extinguirse para siempre
y detener el tiempo.

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