
Das un golpe en la mesa pero el poema no grita.
Escupes sobre el papel pero los versos no fluyen.
Una imagen te invade, como una marea muerta,
y para poder hablar te imaginas desnudo. No se trata
de una pupila siguiendo el tintineo de las palabras.
Ni de alguien que baraja cartas y recuerdos
mientras rezas por una mano afortunada. No.
El aliento llega hasta ti después de haber esquivado
a miles de poetas. En menos de un segundo
has pasado por casas, fiestas, madrugadas,
con la misma dicha, con el mismo brío.
Escribes igual que bailas, inseguro y sin reglas,
masticas cada frase hasta que te duelen las muelas.
Es difícil saber si tus lágrimas son de pena o de alegría.
Estás acostumbrado a ver las cosas de esta forma,
a restituir la carne, las promesas, el verano perfecto
por medio del lenguaje. Porque cada historia
tiene cavidades y rendijas, máscaras vueltas hacia dentro,
su propia historia dentro de la historia.
Porque en silencio, al cerrar una ventana,
puedes verte a ti mismo envejeciendo de repente.
Tus huellas dactilares reviven
en las espaldas desnudas que has amado.
Tus sollozos de dolor, tus radiantes carcajadas
son psicofonías que habitan en sótanos y cuartos
donde una vez no lograste ver tu imagen en el espejo
aunque jurabas estar allí, amando, sufriendo, callando,
en movimiento. Lo cambiarías todo por un verso
que hirviese a una temperatura distinta, que se fundiese
con el pasado y el futuro al mismo tiempo. Piensas
en un nuevo poema y te imaginas levantando pesas
en una final olímpica, o en una cama de hospital
con tubos en la garganta, o tirando el corazón
en el contenedor equivocado. Hay algo que has entendido
después de tantos años. Hay palabras que estallan en los oídos
y respiran por sí solas, y cuando corren por tu brazo
a través de una arteria misteriosa, cuando llegan a tu mano
y se deslizan como cuentas por tus dedos, sientes
que después de buscar algo que no querías encontrar
has encontrado algo que no andabas buscando.
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